Mediación y Reconocimiento

 

El reconocimiento como transformación de conflictos

Vicent Martínez Guzmán <martguz@fis.uji.es

Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz
Universitat Jaume I
Centro Internacional Bancaja para la Paz y el Desarrollo
Castellón, España

 

Introducción

 

Usando la imaginación aprendemos sobre la necesidad del reconocimiento. Ciertamente nos estorbamos unos seres humanos a otros. Muchas veces queremos estar solos, con los otros entramos en conflictos, chocamos. Sin embargo, al mismo tiempo, nos necesitamos. Kant decía que los seres humanos nos caracterizamos por una «insociable sociabilidad» (Martínez Guzmán, 1997b).

A veces nos pasa como a la paloma que piensa qué bien volaría sin la resistencia del aire, ignorando que gracias a esa resistencia puede volar porque de otra manera se caería. El árbol en el medio del bosque puede pensar cuán erguido crecería si no le molestaran los otros árboles, ignorando que gracias a la interacción con los otros su tronco sube y sube para poder «respirar» mejor, para tener la luz del sol y realizar su función clorofílica.

Los seres humanos nos necesitamos y nos estorbamos. En nuestras relaciones entramos en conflicto, chocamos. Conflicto, etimológicamente, alude a «chocar», incluso a «darse un topetón», aunque también a luchar o batirse. En el diccionario de María Moliner la primera acepción de conflicto va directamente al «combate»: «Momento más violento de un combate»; aunque también deja un margen abierto a la reflexión: «Momento en que el combate está indeciso». En español, un conflicto se puede, «causar», «mover», «ocasionar», «promover», «suscitar». Las preposiciones que acompañan a conflicto son «de», o «entre». Podemos «estar en conflicto» o «tener un conflicto». Se relaciona con oposición, desacuerdo, lucha… Propongo analizar casos en que se aproveche la «indecisión», como una forma de manejar los conflictos. La última definición aprovecha esta indecisión: «Situación en que no se puede hacer lo que es necesario hacer o en las que no se sabe qué hacer».

En mi interpretación ese margen de indecisión o de no saber qué hacer es un indicador de que las relaciones humanas son más complejas de lo que una simple interpretación negativa de los conflictos podría parecer. Este momento de indecisión alude a la intuición que tenemos los seres humanos de que las cosas que nos hacemos podrían ser de otra manera. Kant decía que todos tenemos una «oscura metafísica moral» [2] según la cual somos capaces de comparar cómo nos hacemos las cosas con cómo nos las podríamos hacer. Creo que en esta última definición se refleja cómo en la experiencia humana tenemos esa intuición moral a la que aludía Kant, respecto de que, a veces, «tenemos la impresión» de que deberíamos hacer las cosas (nuestras acciones) de otra manera.

Por otra parte y a pesar de la carga negativa de la palabra conflicto que el propio diccionario recoge, el conflicto siempre es una muestra de la interdependencia de los seres humanos. El propio prefijo «co» que acompaña al lexema «flicto» procedente del verbo latino que significa chocar y topar, como hemos dicho, genera interdependencia: el conflicto se da cuando chocamos o nos topamos unos con otros. También las preposiciones que acompañan al conflicto, «de» y «entre», implican interdependencia.

Parece, pues, que podemos vislumbrar una significación positiva del conflicto. El conflicto como un indicador de la interdependencia de las relaciones humana puede ser positivo, incluso creativo. Además se nos muestra inherente a las relaciones humanas. Las relaciones humanas son intrínsecamente conflictivas: los seres humanos chocamos, topamos unos con otros. De ese choque puede surgir la anulación de las otras y los otros o la transformación creadora entre las propias tensiones de los conflictos. El papel creador y transformador del conflicto no nos exime de tensiones, indecisiones y de no saber qué hacer. Para eso también nos necesitamos unos a otros.

 

Aquí surge el papel de la mediación. Quien media en un conflicto, interviene, viene a ponerse entre las partes, se pone en medio, intercede. Desde mi propuesta de reflexión filosófica quien media ha de reconocer las intuiciones morales de las partes en conflicto y provocar su explicitación. Las propias partes en conflicto son competentes moralmente y saben que pueden hacer las cosas de otra manera. Se trata de interceder para reconstruir las alternativas conjuntamente, para ampliar la visión del conflicto, para transformarlo sin la anulación de las otras o los otros. En lo que resta del trabajo voy a profundizar filosóficamente en la reconstrucción de la normatividad de lo que nos podemos pedir unos a otros a partir de la experiencia moral y de las experiencias de reconocimiento, para transformar los conflictos. Previamente, voy a resumir algunas ideas fundamentales de los conflictos tomadas de la investigación para la paz.

 

2. La mediación entre la resolución, la gestión y la transformación de conflictos

 

La investigación para la paz en la que venimos trabajando ha desarrollado toda una disciplina, llamada inicialmente, resolución de conflictos como forma de buscar una convivencia en paz. De hecho las primeras investigaciones sobre la paz en los años 30 eran más un estudio de la guerra como conflicto y llevaron a los estudios de los conflictos interpersonales y su aplicación a los conflictos entre comunidades y estados. Es así como surgió la importante revista Journal of Conflict Resolution.

Lo que me interesa en este contexto es hacer un pequeño balance de algunos de los avances de estos estudios sobre los conflictos que estoy aprendiendo en mis reflexiones filosóficas sobre la investigación para la paz.

1) En primer lugar hay una importante relación entre conflicto y cooperación estudiada por Rapoport (1992) y que resumo en el siguiente cuadro:

Conflicto y Cooperación

1. En ambos hay reciprocidad, que supone reconocimiento mutuo incluso de individuos egoístas que tienden a cooperar para ganar cada uno él mismo. Hay una racionalidad estratégica que como tal no supone todavía compromisos éticos, a pesar de la reciprocidad y el reconocimiento. Se divide en racionalidad individual y colectiva

2. Según la racionalidad colectiva se puede cooperar con el conflicto para ganar aunque sea poco, con el riesgo de que todos pueden salir perdiendo. Conflicto y cooperación dos caras de la misma moneda.

3. Ambos dependen de la manera en que percibimos el mundo. El conflicto estimula la cooperación y viceversa, como contraste figura-fondo. Ejemplos: el acto sexual, la “mano invisible” del liberalismo económico, la guerra, la solidaridad corporativa…

4. La percepción puede ser educada, modificada. Fomentar la conciencia de problemas comunes.

5. Aprender a ponerse en lugar del otro, comprender al oponente.

6. El conflicto es la percepción de la contradicción y la cooperación es la percepción de la identidad, pero la contradicción y la identidad son complementarias.

2) Es fundamental la relación entre conflicto y percepción. También es fundamental que la mediación ayude a explicitar a los involucrados su propia percepción de la situación. Lederach (1984: 44 ss.) considera que la forma en que los involucrados perciben el conflicto, los objetivos, las intenciones y los motivos del otro determinarán casi siempre su intensidad. Muchas veces, la regulación del conflicto tiene mucho que ver con la clarificación de las percepciones y comprensión de la otra o el otro.

En el conflicto se da la paradoja de que los seres humanos para cooperar hemos de contender, hemos de entrar en conflicto. Por eso ya no podemos definir el conflicto como una oposición. En el conflicto somos co-partícipes, co-operamos, trabajamos conjuntamente. En este sentido y aunque parezca una paradoja, el conflicto es positivo y necesario para el crecimiento del ser humano. La vida sin conflictos supondría una sociedad de robots, cuyos miembros habrían eliminado la diversidad y singularidad que nos distingue como humanos.

3) Propongo hacer un ejercicio lingüístico de los campos semánticos o de las redes conceptuales, los sinónimos y antónimos, que relacionarían conflicto con cooperación. Algunas palabras podrían ser las siguientes: Conflicto: reciprocidad, reconocimiento, egoísmo, juego, racionalidad, estrategia, ganancia de algunos, alianzas, percepción, creatividad, educación, problemas comunes, ponerse en lugar de otra u otro, comprensión, contradicción, interacción, objetivos incompatibles, escasez de recursos o recompensas, interferencias de otros, interdependencia, es positivo, puede ser destructivo, regulación. Cooperación: reciprocidad, reconocimiento, egoísmo, juego, racionalidad, estrategia, ganancia de todos, alianzas, percepción, creatividad, educación, problemas comunes, ponernos en lugar de la otra u el otro, comprensión, identidad, interacción, interdependencia.

Es curioso que en esta lista de características vemos más elementos comunes que separados. Quizá por este motivo Lederach afirma que el conflicto es positivo y necesario para el crecimiento del ser humano.

4) Por otra parte parece que entramos en conflicto cuando «lo que yo quiero» choca con «lo que otras u otros quieren». «Poder hacer lo que quiero» relaciona el conflicto con el poder (Boulding, 1992). Individualmente el poder es la capacidad de conseguir lo que uno quiere. Socialmente es la capacidad de conseguir objetivos comunes por parte de familias, grupos, organizaciones, estados, etc. En este caso hay que tomar en cuenta las opiniones y decisiones humanas. Poder, en este caso, es poder decidir sobre lo que quiero o queremos. El poder está relacionado con la noción de límite o frontera de nuestras posibilidades.

El conflicto estalla cuando unas personas reducimos a otras las fronteras de nuestras posibilidades. Aunque las categorías de poder pueden ser borrosas y solaparse, según Boulding, tenemos el poder destructivo. Por ejemplo las armas son fruto de nuestro poder destructivo. Sin embargo los arados tienen un poder destructivo y un poder productivo a la vez. Un huevo fertilizado «puede» producir polluelos, nuestros proyectos, ideas, herramientas y máquinas pueden ser productivos. Como parte del poder productivo tenemos el poder integrativo. Tenemos capacidad de construir organizaciones, formar familias, unir a la gente, inspirar lealtad, legitimar. Sin embargo este poder también puede ser destructivo: creamos enemigos, reñimos unos con otros.

Hay que ser conscientes de cuán cerca estamos de la destrucción tratando de integrar, o de destruir produciendo, o de producir destruyendo. La conducta más relacionada con el poder destructivo es la amenaza, con el productivo el intercambio, con elementos de destrucción e integración. La conducta más estrechamente ligada al poder integrativo es el amor. «Haces algo por mí porque me amas»: Un cónyuge a otro, un dirigente a su seguidor… Quizá se puede hablar también de respeto. También hay varios tipos de respuesta y de reacción. Por ejemplo puedes decirme «no me pidas tanto que no te amo tanto»; o yo puedo decirte «ámame: mira lo que he hecho por ti». En este último caso, el amor queda rebajado a intercambio. El amor se relaciona con otras estructuras integradoras como el orgullo, la vergüenza y la culpa. Aquí el elemento destructivo aparecería en el poder de «herir»: «has herido mis sentimientos»; otro elemento destructivo es el odio.

5) La denominación más académica ha sido resolución de conflictos (Lederach, 1995). Se basaba en la necesidad de comprender la evolución y finalización de los conflictos. Así se trataba de desarrollar estrategias y habilidades para enfrentarse a sus demasiado a menudo resultados destructivos. No obstante, la terminología «resolución» parecía dar la impresión de que el conflicto era algo no deseable que debía ser eliminado o, al menos, reducido. Las críticas preguntaban si realmente podemos «resolver» un conflicto, o si su «resolución» es, en muchos casos, un objetivo deseable. Parece que, muchas veces, se ha parado un conflicto y se ha creado la armonía, a costa de la justicia. En este caso no se alteran las causas estructurales, con tal de frenar la confrontación.

Otra denominación ha sido la de gestión (management) de conflictos. En nuestra mentalidad occidental parece que los conflictos siguen determinados modelos y dinámicas que podemos entender, prever, y regular. Hay un esfuerzo por considerar al conflicto algo natural, parte de las relaciones humanas, y que debe ser «gestionado», «manejado». Se reconoce que los conflictos no se resuelven en el sentido de «deshacernos» de ellos. Más bien se enfatizan sus consecuencias y componentes destructivos. Sin embargo, en este caso las objeciones se centran en que realmente, la acción e interacción humana no se maneja de la misma forma que manejamos las cosas del mundo físico.

Desde el punto de vista de los estudios sobre los procesos de pacificación (peacemaking), hay que cuestionar de nuevo la relación entre el manejo de los conflictos y los criterios de justicia. Desde el punto de vista del trabajador por la paz, este enfoque se centra demasiado en los aspectos prácticos y técnicos.

Más relacionada con los procesos de pacificación está la denominación transformación de conflictos. No sólo interesa eliminar o controlar el conflicto, sino describir su naturaleza dialéctica.

El conflicto se considera un fenómeno que transforma los acontecimientos, las relaciones humanas en las que ocurre e, incluso, a sus mismos creadores. Es un elemento necesario en la construcción y reconstrucción humanas transformadoras de las realidades y organización sociales. De ahí que tenga ciertas fases predecibles en su capacidad de transformación de las relaciones y organización social. Sus características podrían ser las siguientes:

A) La transformación de los conflictos cambia las formas de comunicación. En momentos de alta tensión la transformación y la mediación consisten en recuperar las posibilidades de comunicación entre las partes.

B) Así mismo la transformación cambia las percepciones de una o uno mismo, de las otras y los otros y de los temas que producen el conflicto. La falta de una percepción amplia y generosa de la situación nos hace tener una comprensión menos exacta de cuáles son las intenciones de las otras personas y disminuye nuestra capacidad de articular con claridad nuestras propias intenciones. Es más, desde el punto de vista psicológico, una inadecuada percepción daña la concepción de nuestra propia identidad y autoestima y favorece la perdurabilidad de la imagen creada de la enemiga o enemigo.

C) Finalmente la transformación de los conflictos ayuda en la descripción de su naturaleza dialéctica. Precisamente la asunción de esta naturaleza dialéctica hace que la descripción de un conflicto no sea mera descripción, sino que resalte también la naturaleza prescriptiva de la reconstrucción de las maneras de percibir los conflictos. Si el conflicto no se transforma y se mantiene inalterable puede seguir modelos destructivos. Por el contrario, en el marco de las relaciones personales, la transformación produce un cambio desde expresiones hirientes y mutuamente destructivas hacia otras mutuamente beneficiosas y cooperativas. Desde la perspectiva institucional se puede producir una transformación del sistema y la estructura en la que se dan las relaciones aprovechando la energía y el impacto del conflicto mismo. Por tanto la transformación del conflicto describe su dinámica y prescribe alternativas.

6) Otra propuesta (Bush y Folger, 1994: 83 ss.) considera que un conflicto es un reto, una dificultad o una adversidad con las que las partes tienen que lidiar. Desde el punto de vista personal un conflicto nos da la oportunidad de clarificar nuestras propias necesidades y valores, aquello que nos causa satisfacción o que no nos satisface.

Es la ocasión de descubrir y forzar nuestros propios recursos para afrontar nuestras preocupaciones. En definitiva, los conflictos ofrecen a las personas la oportunidad de desarrollar y ejercer la autodeterminación, independencia y confianza en uno mismo. Por otra parte, desde el punto de vista de la necesidad de reconocimiento de las otras personas, un conflicto enfrenta a cada parte con «otra/otro» quien, desde una situación diferente mantiene puntos de vista contrarios. Da la oportunidad de reconocer las perspectivas de los otros seres humanos, de sentir y expresar algún grado de comprensión y preocupación por el otro y la otra, a pesar de la diversidad y el desacuerdo. De esta manera la transformación del conflicto busca el crecimiento moral desde dos dimensiones, la del empoderamiento y el reconocimiento. Es decir, la dimensión de la recuperación de la propia valía, las propias capacidades, el propio poder (empowerment) en interacción con la recuperación del reconocimiento de la otra y el otro. Como alternativa a una visión individualista de los conflictos propone una visión del mundo relacional.

El crecimiento moral lo entienden estos autores desde la perspectiva de las éticas feministas del cuidado, de la atención, la ternura y la compasión por los otros seres humanos (Gilligan, 1986). Los autores que estoy mencionando, Bush y Folger recomiendan aprovechar los momentos en los que tenemos cierta intuición moral hacia el crecimiento moral en las dimensiones del empoderamiento de uno mismo y el reconocimiento de los otros seres humanos, para reconstruir los valores que transformarían los conflictos asumiendo que la realidad social es construida.

Por mi parte voy a finalizar estas reflexiones con una reconstrucción de la normatividad a seguir para transformar los conflictos utilizando los instrumentos de la fenomenología comunicativa de la experiencia moral y la teoría filosófica del reconocimiento.

3. La reconstrucción normativa de la experiencia moral cotidiana: el reconocimiento como transformación de conflictos

En primer lugar, de la reconstrucción normativa de la experiencia cotidiana aprendemos que los seres humanos somos causa de nuestras propias acciones. Por tanto somos capaces de responder de ellas, de asumir nuestras responsabilidades. Del análisis simple de una situación en la que me veo a mismo tirando una piedra, interpreto que «yo mismo soy la causa de haber tirado la piedra». Sin embargo en la historia de la filosofía y la ciencia occidental hemos utilizado este modelo para generalizar y hemos afirmado que «todo lo que sucede tiene una causa». Después hemos aplicado este principio a los seres humanos, olvidando la experiencia inicial de la que procede y hemos llegado a dudar que seamos causa de nuestras propias acciones y, consiguientemente que tengamos alguna responsabilidad y, no digamos, libertad.

Así, hemos llegado a afirmar teológicamente que los seres humanos sólo somos causas segundas porque la causa primera sólo es Dios; o hemos llegado a decir científicamente que, en definitiva, todas nuestras acciones están determinadas por el mismo funcionamiento de la naturaleza. De la misma manera si éramos espiritualistas, decíamos que nuestras acciones eran consecuencia de un «acto espiritual interno», la voluntad o lo que sea; o si éramos materialistas decíamos que, en el fondo, todas nuestras acciones se reducen a «simples movimientos físicos». (Martínez Guzmán, 1986).

Sin embargo, de acuerdo con nuestra experiencia «yo» me veo a mí mismo como causa de mis acciones y las otras y los otros no siempre aceptarán mis excusas si nos les gusta lo que he hecho. Las acciones humanas no pueden reducirse a simples movimientos físicos, como la acción de decir algo no puede reducirse a simples movimientos con la lengua o a meros ruidos con la garganta. Pero tampoco pueden reducirse a actos espirituales internos, como decir una promesa no es ningún acto espiritual interno, sino la asunción de un compromiso por parte de quien promete, de que va hacer alguna cosa. Las otras y los otros siempre pueden pedirnos cuentas de lo que nos hacemos unos a otros porque la experiencia originaria es una atribución de responsabilidad (Austin, 1975: 171 s., 191, 219).

En los actos de habla se ve claramente este sentido original de causa, según el cual, no siempre nuestras excusas son aceptables. Hay una dimensión de lo que decimos que técnicamente se llama acto perlocucionario que consiste precisamente en las consecuencias que se siguen de lo que nos decimos unos a otros. El «yo» que realiza la acción de decir algo entra inevitablemente en escena. Siempre podemos preguntar quién ha dicho o quién ha hecho algo y la respuesta en nuestras lenguas cercanas siempre es el «yo» agente quien se da cuenta de su responsabilidad y a quien se la pedimos (Austin, 1971: ).

Todavía más, hay otra dimensión en los actos de habla que muestra la fuerte ligazón que tenemos unos seres humanos con otros, los sólidos fuertes lazos que nos unen a unos y unas con otras y otros. A esta dimensión se la llama técnicamente la fuerza ilocucionaria o dimensión performativa de lo que nos decimos unos a otros. Decir es hacer y, cuando decimos algo, lo que importa es qué nos hacemos unos seres humanos a otros, a qué nos comprometemos al decir lo que decimos. No sólo interesa la significación de lo que decimos sino con qué fuerza lo decimos: ¿es una promesa, una amenaza, una advertencia, un enunciado?

La fuerza o acto ilocucionario de lo hacemos al hablar nos liga sólidamente con nuestros interlocutores por medio de los llamados efectos ilocucionarios. Para que se produzca la comunicación se tiene que dar uno de los efectos ilocucionarios llamados de aprehensión o comprensión por parte del oyente de las intenciones y convenciones que seguimos cuando decimos lo que decimos. Si digo que prometo me comprometo a cumplir. El oyente que comprende que lo que acabo de decir es una promesa y no, por ejemplo, una advertencia, tiene todo el derecho del mundo a exigirme que cumpla. El efecto de comprensión se da cuando el oyente comprende la fuerza con la que he dicho lo que he dicho. La fuerza y los efectos ilocucionarios explicitan el fenómeno de la fuerte ligazón sólida que tenemos los seres humanos y que se muestra cuando nos comunicamos.

A este fenómeno de sólida ligazón entre seres humanos que se comunican, propongo llamarlo solidaridad comunicativa o pragmática. Pragmática, porque se da en la práctica de la comunicación. Quiere decir que los seres humanos, cuando nos comunicamos y hacemos que la comprensión sea posible, mostramos la sólida unión, la solidaridad que nos liga a unos seres humanos con otros y que hace posible la comunicación. De ahí que se alabe a las personas que «tienen palabra» y que exijamos que se cumpla la «palabra dada». En este sentido la solidaridad se muestra como originaria a las relaciones humanas cuando hay comunicación. La solidaridad no es algo añadido porque somos buenos, tenemos buenos sentimientos, somos muy religiosos o muy humanitarios. La solidaridad es intrínseca a las relaciones humanas de comunicación. La violencia comienza con la ruptura de esa solidaridad comunicativa, con la falsedad y la insinceridad de quien habla que no asume la responsabilidad de lo que hace y dice, que no responde por lo que hace y dice. Ser responsable es responder por lo que se hace y se dice. La violencia también es la desatención de quien escucha, la falta de cuidado frente al que habla, desoír lo que se dice, romper la relación establecida por el efecto ilocucionario de comprensión.

En definitiva, la violencia comienza cuando evitamos la actitud performativa que es la actitud que asume los compromisos de lo que nos decimos y nos hacemos unos a otros. La violencia comienza con la falta de reconocimiento de unos y unas a otras y otros como seres competentes para comunicarnos. Creo que la mediación tiene que tener en cuenta el incremento de la violencia en los conflictos por falta de reconocimiento de unos seres humanos a otros como interlocutores válidos, por falta de comunicación, por falta de comprensión de la fuerza ilocucionaria con que nos decimos las cosas, por abandono de la actitud performativa que nos compromete y responsabiliza por lo que nos decimos y nos hacemos. La solidaridad no se crea sino que se reconstruye cuando reconstruimos lo que nos podemos pedir unos y unas a otros y otras, cuando reconstruimos la normatividad de cómo podríamos hacernos las cosas.

Desde la fenomenología de la experiencia moral cotidiana, y teniendo en cuenta las características de la actitud performativa (Habermas, 1985: 61-68; Strawson, 1995), podemos transformar los conflictos reconstruyendo lo que nos podríamos hacer unos seres humanos a otros desde tres perspectivas: la de cómo me siento por lo que me hacen a mí, la de la indignación que siento por lo que una segunda persona hace a una tercera y desde la perspectiva de cómo me siento por lo que yo hago. Creo que son tres buenas perspectivas para la mediación.

Las tres perspectivas están interconectadas por una suerte de conexión humana, más que por algún tipo de relación lógica. Si fuera un santo, quizá sólo me preocuparía por lo que yo hago, y por lo que unas personas hacen a otras. Si fuera un egoísta absoluto sólo me preocuparía por lo que me hacen a mí. Pero soy humano con mi formación masculina, blanca, del Norte y soy del «montón». Por consiguiente, hay como una interdependencia entre las tres perspectivas de manera que, es cierto que muchas veces me preocupa lo que me hacen a mi, pero también me siento indignado por lo que unas personas pueden hacer a otras y me siento responsable de lo que yo mismo hago a los otros.

Así, desde las tres perspectivas podemos explicitar las normas, la normatividad de lo que podríamos pedirnos unos a otros, a partir de las expectativas que unas personas generamos sobre otras cuando nos interrelacionamos. Necesitamos educarnos en esta capacidad para adoptar las tres perspectivas, debemos recuperar nuestra capacidad de indignación, mediar para que otros la recuperen, así como recuperar la asertividad y ayudar a recuperarla por lo que se nos hace a nosotros mismos, y la responsabilidad por lo que nosotros podemos hacer.

Podemos mediar para la reconstrucción normativa de cuándo ser asertivos, cuándo sentir indignación o cuando asumir responsabilidad. Evidentemente tanto la transformación como la mediación de los conflictos desde estas tres perspectivas supone el reconocimiento de la capacidad, el poder, la competencia, de los seres humanos para adoptar las tres perspectivas desde la actitud performativa. No reconocer esas capacidades y esas competencias, es excluir a los seres humanos de lo que consideramos los límites de nuestra comunidad moral. Esta es la actitud cuando decimos que somos «objetivos». La objetividad nos distancia del compromiso performativo con las otras personas.

No reconocer las capacidades o poderes de las otras personas, es no considerar a algunos seres humanos capaces de tener aquella oscura metafísica moral, las intuiciones morales que hacen que actuemos moralmente y nos pidamos unos a otros actuar moralmente. De ahí la necesidad de la interacción entre el reconocimiento y el empoderamiento, de recuperar la asertividad para ser tenidos en cuenta como seres humanos y poder actuar como tales.

La reconstrucción normativa de la fenomenología de la experiencia moral también puede hacernos reflexionar sobre las formas de reconocimiento (Honneth, 1992; 1997a; 1997b). En este caso la mediación podría partir de experiencias en las que las partes en conflicto sienten alguna forma de desprecio, piensan que no ha sido tenida en cuenta su dignidad, se sienten ofendidas. En la tradición de Kant podríamos decir que las personas piensan que se ha atentado contra su dignidad cuando se les ha faltado al respeto. «Respeto» etimológicamente tiene que ver con spectare con mirar, considerar. Por eso podemos faltar al respeto, o podemos ser desconsiderados.

En el sentido de Kant atentaríamos contra la dignidad de un ser humano cuando no lo consideramos como «fin en sí mismo», sino como «medio» para conseguir otra cosa. Tendría un sentido de reconocimiento moral, reconociendo a los seres humanos como sujetos capaces de intuiciones morales. Tendría, incluso, un sentido de reconocimiento jurídico de los seres humanos como sujetos de derechos.

 

Sin embargo, Honneth amplía el estudio del reconocimiento inspirado en una propuesta de Hegel de tres formas de reconocimiento a partir de tres formas de menosprecio. Esta reflexión es importante para la mediación porque parte de la tesis que hemos estado manteniendo que los conflictos humanos y su transformación pueden tener una dimensión creativa para las relaciones humanas. Ciertamente en nuestra tradición occidental el reconocimiento se ha basado muchas veces en el reconocimiento exigido por los que tenían algún tipo de privilegio o jerarquía.

Sin embargo, a partir de Hegel, interpretamos que el reconocimiento de la dignidad de las personas excluidas o marginadas no se consigue por graciosa donación de los privilegiados sino en las luchas por el reconocimiento que se producen en los movimientos sociales. Las rebeliones de los esclavos, la revolución del proletariado, las demandas de los movimientos feministas, indigenistas, étnicos, constituyen luchas por el reconocimiento en el marco de una concepción creativa del conflicto en la que podemos aprender a transformarlos en formas no violentas.

El primer tipo de menosprecio es atentar contra la integridad física de la persona. Refiere a aquellas formas de malos tratos prácticos en los cuales una persona es privada por la fuerza de toda oportunidad a disponer libremente de su propio cuerpo. Es la degradación más fundamental, no sólo por el mismo daño físico, sino por la alteración de la propia identidad que se configura desde el dominio sobre el propio cuerpo. La tortura o la violación como tortura además de dolor físico producen el sentimiento de estar a merced de otro hasta el punto de estar privados de todo sentido de realidad. En este sentido la persona agraviada en su identidad corporal pierde la confianza en sí misma. La alternativa que supone la recuperación de la autoconfianza perdida se basa en las relaciones primarias de amor y amistad. Aquí creo que son fundamentales las éticas feministas del cuidado. La mediación en este caso tiene que colaborar en la recuperación emocional de las partes, pues el menosprecio muestra su necesidad de afecto en las que la valoración del propio cuerpo juega un papel fundamental, incluso en la constitución de la propia identidad personal.

El segundo tipo de desprecio es el que estaría ligado al sentido kantiano de falta de respeto como desposesión de derechos y exclusión de la comunidad jurídica. Aquí las propias partes que se sienten excluidas, no sólo no tienen confianza en ellas mismas, sino que pierden el respecto a sí mismas al considerase excluidas de la comunidad de reconocimiento jurídico y moral. Es así como se crea un argot en el que los que se consideran «un tío o una tía legal» son los que son como ellos y no los «otros» que «disfrutamos» de los derechos formales con pretensión de reconocimiento universal. El papel de la mediación en este caso, más que de recuperación afectiva, es de reafirmación cognitiva de los derechos para todos los seres humanos. La alternativa es el reconocimiento de todos los seres humanos como sujetos morales y de derechos.

La tercera forma de menosprecio es cuando una determinada forma de vida se considera indigna y se «hieren» los sentimientos de formas de vida diferentes, porque a uno se lo considera «gitano» o «latinoamericano», «cristiano» o «musulmán». Va contra los valores sociales individuales o de un grupo porque se considera degradado, inferior, con menor honor, estatus, etc. Produce una pérdida de estima de los propios valores. Así, es mejor usar la lengua de los colonizadores que mi lengua vernácula, o vestir como ellos, etc. La alternativa es la solidaridad del grupo y con las diferentes formas de vida. Tiene elemento emocionales y cognitivos. La mediación ha de hacer que las partes recuperen los conocimientos y la simpatía por la singularidad e irreemplazabilidad de los proyectos de vida personales y colectivos de los otros.

Estas son las aportaciones que podría realizar desde la reflexión filosófica, para una mejor comprensión de la interrelación entre la mediación y el reconocimiento en el marco de una concepción de la transformación de los conflictos.

Referencias bibliográficas
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Austin, J. L. (1975): Ensayos Filosóficos, Madrid, Revista de Occidente.
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Strawson, P. F. (1995): Libertad y resentimiento, Barcelona, I.C.E. UAB-Ediciones Paidós.


[1] Este trabajo consiste en las reflexiones escritas de unas sesiones muy vivas desarrolladas con las alumnas del Proyecto Now de la Universitat Jaume I en Mayo de 1999 y que están pendientes de publicación en una versión más completa. Mi «reconocimiento» por sus apreciaciones y sugerencias. Además, forma parte del proyecto de investigación PB97-1419-C02.02 financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia.

[2] Hay muchas maneras de relacionar las palabras «ética» y «moral». Etimológicamente la palabra latina mos, costumbre, viene a traducir la palabra griega ethos, carácter. En este sentido intentarían significar lo mismo. Sin embargo es usual considerar que «morales» puede haber muchas porque refieren a las formas concretas, religiosas, ideológicas, comunitarias, etc. en que se valora lo que está bien y lo que está mal, mientras que «ética» sería la reflexión filosófica más «universal» sobre las diferentes morales e, incluso, la propuesta de una moral o ética de mínimos compatible con la pluralidad de morales o éticas de máximos. Me he ocupado de estas distinciones y algunas más en Martínez Guzmán (1997a). En este artículo utilizo indistintamente moral y ética para referir a las características generales de hacer valoraciones morales o éticas de todos los seres humanos. No me refiero a ninguna moral concreta.